Cuando en agosto de 1945 Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Japón, miles de personas murieron quemadas y aplastadas.
Los escombros y la ceniza descendieron en forma de lluvia radiactiva, la llamada lluvia negra. El calor extremo de las explosiones provocó incendios gigantescos que empujaron a la población a huir hacia los ríos, donde muchos se ahogaron. A finales de ese año, la cifra de víctimas mortales de Hiroshima y Nagasaki superaba las 200.000. Pero vendrían más. Muchos de los supervivientes sucumbirían más tarde a enfermedades causadas por la radiación; a veces también sus hijos sufrirían dolencias relacionadas. En japonés existe un término, hibakusha, que significa «supervivientes de la bomba atómica», pero teniendo en cuenta que la exposición a la radiación deja secuelas permanentes, quizá sea más preciso traducirlo como «afectados por la bomba atómica».
Cuando cayó la bomba de Hiroshima, mi madre tenía seis años y estaba en su casa, a un kilómetro del hipocentro de la explosión (el punto exacto del suelo sobre el que se produce la explosión). O eso creía yo. Ella jamás me contó su experiencia y yo nunca le pregunté al respecto, ya que la idea de enfrentarme a su vulnerabilidad me asustaba. Fui testigo del sufrimiento que padeció toda su vida: síndrome de Ménière (una anomalía en el oído interno que causa vértigo y pérdida de audición) en la treintena, inyecciones para aumentar la concentración de glóbulos rojos en la cuarentena, múltiples cánceres en la cincuentena. Murió a los 62 años. Tiempo después mi tía me contó que mi madre podría haber estado incluso más cerca del hipocentro, en una escuela primaria donde perecieron cientos de niños.
Mi abuelo murió de síndrome de irradiación aguda. Mi abuela, de cáncer de pulmón. Mi prima, cuya madre estaba en Hiroshima aquel día, desarrolló una enfermedad autoinmune que acabó con su vida a los cincuenta y pocos años. Yo di gracias de haber cumplido los 50. Nunca creí que fuese a durar tanto.
Conocedores del horror que causan las bombas atómicas, muchos hibakusha abogan por la paz. Su aspiración se hizo en parte realidad el 22 de enero de 2021, cuando entró en vigor el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares de Naciones Unidas, aunque ni Estados Unidos ni Japón lo han ratificado.
Yo cuento las historias de los hibakusha en las clases que imparto en la universidad y en los viajes educativos a Japón que dirijo. La fotógrafa Haruka Sakaguchi viajó al país en 2017 en busca de hibakusha dispuestos a compartir sus experiencias, que preserva en un proyecto documental titulado 1945. Exploradora de National Geographic, Sakaguchi rinde homenaje a esta comunidad cada día más reducida por medio de retratos, testimonios y mensajes a las generaciones futuras. Agradezco su labor, que supone un paso más hacia la meta que compartimos: garantizar que aquella atrocidad y el interminable tormento que padecen sus víctimas no se borren de la memoria.
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Como parte de su proyecto, la fotógrafa Sakaguchi pidió a los supervivientes de las bombas, los hibakusha, que escribiesen un mensaje para las generaciones futuras. Para leer los testimonios completos y conocer detalles de las experiencias de otros hibakusha, visite 1945project.com.
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Este artículo pertenece al número de Febrero de 2024 de la revista National Geographic.