Hace unos 11.700 años terminó la última fase glacial que ha conocido el planeta. Concluía la Edad del Hielo, que había empezado 110.000 años atrás y había moldeado la vida de cinco mil generaciones de seres humanos. Nuestra especie iba a vivir el alba de una época geológica nueva, el Holoceno, en la que aún nos encontramos.
El mundo conocido hasta entonces se modificó, y las vidas de hombres y mujeres cambiarían para siempre con él.
Un mundo templado
Gracias al estudio de pólenes y sedimentos, sabemos que hace entre 11.700 y 8.200 años el clima fue templado y húmedo. Este momento, conocido como Óptimo Climático, se relaciona con una subida de las temperaturas –que llegaron a superar las actuales en 2 ºC–, un aumento de las lluvias, la progresiva desaparición de los mantos de hielo que se concentraban en los polos y en altitudes elevadas y, como resultado de ese deshielo, la transgresión marina o subida del nivel del mar.
Cronología
El final del hielo
Hace 15.000 años
En el Próximo Oriente, inicio de la cultura natufiense, que protagonizará el tránsito del modo de vida recolector al productor.
Hace 11.700 años
Inicio del Óptimo Climático. Suben las temperaturas, lo que llevará a la desaparición de los grandes mantos de hielo y la subida del nivel del mar.
Hace 10.500-6.000 años
En Europa, la retirada de los hielos da lugar a un entorno natural más diverso, que favorece el desarrollo de las comunidades mesolíticas. Ocaso de los cazadores-recolectores del Paleolítico.
Como consecuencia de estos cambios afloraron nuevas tierras mientras que otras quedaron sumergidas, y desaparecieron especies animales y vegetales en tanto que otras cambiaron su distribución e incluso modificaron su genética. Así, la estepa y la tundra retrocedieron al tiempo que se extendían las zonas boscosas: se expandieron las coníferas y los árboles caducifolios, consolidándose de ese modo el bosque mediterráneo. A la vez, algunos grandes animales de clima frío se extinguieron, como el mamut o el rinoceronte lanudo, mientras que de otros se redujo el número o bien se concentraron en determinadas regiones más al norte, como el reno y el bisonte. Paralelamente, se expandieron los animales de talla media y pequeña, como el jabalí, el corzo y el conejo.
Los grupos humanos convivieron con este cambio progresivo del paisaje y tuvieron que adaptarse a una naturaleza mucho más rica y variada que la del período precedente. Su vida se transformó. Progresivamente, el modo de vida de los cazadores-recolectores –que hasta entonces era el de todos los humanos– dio paso a un nuevo modelo de subsistencia de producción de alimentos, el Neolítico. Este período de transición entre el Paleolítico («edad de la piedra antigua») y el Neolítico («edad de la piedra nueva») se conoce como Mesolítico o «Edad de la piedra media».
Aunque el cambio climático se ha esgrimido como la causa principal de esta transformación, en realidad los procesos de adaptación al medio natural se habían acelerado debido a un aumento demográfico constante desde hace 30.000 años. Por tanto, es posible que el cambio climático no fuese el origen del paso a la economía de producción, sino un fenómeno que lo impulsó. Las primeras poblaciones mesolíticas en Europa (que los arqueólogos llaman sociedades cazadoras-recolectoras complejas) datan de hace unos 11.000 años, tras el último episodio frío del Pleistoceno, que dio paso al Holoceno.
Un nuevo modo de vida
¿En qué se detectan esas modificaciones en las poblaciones humanas? El primer elemento en el que los arqueólogos las identifican es en sus herramientas. Surge una novedad: los microlitos, útiles de piedra que reciben este nombre por su pequeño tamaño, a veces inferior a un centímetro. Son muy numerosos y se utilizan como puntas de proyectil, como dientes colocados en el extremo de un vástago de madera para su lanzamiento con arco, como dientes de hoz... Ahora, la presencia de piezas de tamaño grande (macrolíticas), como azuelas o hachas, se relaciona con el trabajo de la madera y las actividades básicas de la tierra, como su remoción, y con el machacado y molido de productos vegetales.
Destaca el trabajo de materiales orgánicos, con anzuelos, alfileres y espátulas en hueso. Y sorprende el trabajo de materias vegetales. Aunque su conservación es difícil, en yacimientos centroeuropeos y mediterráneos se han documentado redes, morrales, cestas, nasas e incluso elementos de navegación como pequeñas embarcaciones y remos, lo que habla de la nueva importancia que tuvo para las comunidades mesolíticas la explotación de los recursos de ríos y mares. Y no hay que olvidar la presencia de esquíes y trineos de madera en la zona nórdica y rusa.
Una vida más estable
Los restos de fauna nos informan sobre el sustento de las comunidades mesolíticas: se cazan ciervos, corzos y jabalíes, así como conejos, liebres y aves, y se incrementa la pesca y la recolección de moluscos, cuyo consumo dio lugar en la fachada atlántica europea a los concheros, enormes depósitos de miles de conchas. Por otra parte, los estudios de semillas nos hablan de la recolección de vegetales como avellanas, bellotas, manzanas, leguminosas y verduras. Esta diversificación en el consumo de alimentos, que los arqueólogos llaman «economía de amplio espectro», evitó que los grupos humanos dependieran de un recurso determinado, como sucedía, por ejemplo, con las comunidades de cazadores de renos de la Edad del Hielo.
La mejora climática afianzó el hábitat al aire libre, que convivía con la ocupación de cuevas y abrigos poco profundos, principalmente utilizados por pequeñas comunidades nómadas vinculadas por parentesco o alianzas. Las mayores concentraciones de población, relacionadas con el aumento demográfico, se situaron sobre todo junto a las costas y los grandes ríos, en un entorno ecológico variado que permitía practicar la pesca, la caza y la recolección. Se han hallado poblados formados por pequeñas cabañas hechas de materiales perecederos, a veces con suelos pavimentados con losetas o con cantos rodados y tierra batida, y con un hogar interior; uno de los más notables es Lepenski Vir, en Serbia, a orillas del Danubio.
Estos poblados prueban la existencia de un hábitat que, cuanto menos, tenía carácter semipermanente. Los grupos humanos redujeron su movilidad (hasta entonces obligada por la búsqueda de recursos alimenticios en función de la época del año) en beneficio del sedentarismo, y empezaron a vincularse a un territorio y su identidad se afianzó.
Nuevas sociedades
Un claro ejemplo de la nueva vinculación de las comunidades humanas con su entorno es el enterramiento de los difuntos. Si en algunos casos son sepultados bajo el suelo de las cabañas, en otros son enterrados en necrópolis próximas a los poblados, lo que refleja la conexión de los muertos con el territorio en el que vivieron. Son habituales las concentraciones de enterramientos en fosas (a veces cubiertas por losas), lo que supone una reivindicación permanente por parte de los grupos humanos de «su» territorio. En algunas de estas tumbas se observan diferencias en los enterramientos, que se interpretan como reflejo de la relevancia social de algunos miembros de la comunidad. Serían los primeros indicios de ruptura de la sociedad horizontal de los cazadores-recolectores paleolíticos y la deriva hacia la sociedad segmentaria, basada en las relaciones entre clanes, y vertical, acaso con la aparición de unas primeras jefaturas.
Este panorama evidencia la existencia de grupos cada vez más sedentarios, con una alta densidad de población, procedimientos de obtención de alimentos cada vez más intensivos y diversos, una producción de objetos especializados tecnológicamente, sentimientos de territorialidad y posiblemente con mecanismos de diferenciación social interna.
Todos estos elementos son síntomas de una profunda transformación que se consolidará con la llegada del Neolítico. Pero en muchos casos la llamada «Revolución Neolítica» no será ni profunda ni abrupta, como sugiere el término «revolución», sino que supondrá la aceleración de un cambio que ya habían iniciado los grupos mesolíticos.
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Doggerland
1- Tierras sumergidas
Con el deshielo y el aumento del nivel del mar, tierras habitadas hasta entonces quedaron bajo las aguas. Es el caso de la masa de tierra que los arqueólogos llaman Doggerland, en el mar del Norte, que conectaba lo que ahora es Gran Bretaña con el continente. Hoy sabemos que quedó sumergida hace unos 8.500 años, pero existe un debate sobre el evento final que provocó su desaparición y convirtió Gran Bretaña en una isla. Para unos investigadores responde al progresivo aumento del nivel de agua que fue consecuencia del atemperamiento climático consolidado hace 12.000 años. Otros autores, en el contexto del aumento del nivel del mar, identifican un desastre geológico: un gigantesco corrimiento de tierras en la costa noruega –el llamado deslizamiento de Storegga– generó un maremoto y un tsunami que anegó tierras y devastó poblaciones que ya estaban quedando aisladas por la subida de las aguas. Los grupos humanos que ocupaban Doggerland eran mesolíticos de la cultura maglemosiense, que se desarrolló desde Gran Bretaña hasta Escandinavia. Sabemos que vivieron cerca de la costa y de lagos al aire libre, en cabañas que formaban pequeños campamentos. Practicaban la caza mayor y de aves, complementándola con una gran variedad de animales acuáticos: desde delfines, orcas y ballenas hasta especies de agua dulce como la perca, la anguila o el lucio. En esta región europea, las excepcionales condiciones de conservación que ofrecen las turberas (donde la falta de oxígeno impide la proliferación de las bacterias que descomponen la materia orgánica) ha permitido recuperar arcos, flechas enmangadas, remos y elementos de pesca.
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Un nuevo modo de vida
2- El creciente fértil
Los hallazgos arqueológicos confirman que el paso al Neolítico se produjo en el llamado Creciente Fértil, el territorio que forma un arco entre el Levante mediterráneo y la cuenca media de Éufrates. Hace unos 18.000 años, el paisaje del Próximo Oriente ofrecía a las comunidades que lo habitaban especies silvestres de cereales (escanda, cebada, trigo) y de legumbres (guisantes, lentejas), que posteriormente se convirtieron en especies domésticas. Los grupos kebarienses, los primeros habitantes mesolíticos de la región, los recolectaban y los molían con morteros de piedra. También recogían uvas, pistachos, aceitunas y almendras. Hace 15.000 años, la recolección de cereales silvestres se intensificó. Los arqueólogos han detectado este cambio porque aparecen más morteros y molederas (piedras usadas para moler cereal sobre otra piedra), así como los dientes de las hoces empleadas para cortar las espigas de los cereales; los mangos de hoz, hechos de material orgánico, no se suelen conservar. Estas comunidades, llamadas natufienses, eran semisedentarias y cazadoras de gacelas. La relación entre humanos y vegetales fue cada vez más intensa: aquellos incidieron sobre los ciclos naturales de las plantas y, en definitiva, sobre su genética, lo que condujo a su transformación en especies domésticas y al surgimiento de la agricultura.
A la intervención sobre los vegetales le siguió la intervencion sobre los animales, que derivó en la ganadería.
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Lepenski Vir
3- un poblado mesolítico
El hábitat mesolítico se caracteriza por la tendencia a la creación de asentamientos permanentes por poblaciones con baja movilidad (es decir, que ya no se desplazaban continuamente en busca de su sustento). Uno de los poblados mesolíticos más famosos es Lepenski Vir, a orillas del río Danubio, en Serbia, en un entorno de gran riqueza natural, sobre todo piscícola. Corresponde a un grupo de comunidades conocidas como los «pescadores del Danubio». Representa un modelo de poblamiento iniciado hace 10.500 años y que perduró hasta hace 7.000, cuando la economía basada en la agricultura, así como la
producción de cerámica, ya estaban bien establecidas. Las cabañas, al menos unas 70, son el mejor ejemplo de ello. Orientadas al río, tenían forma trapezoidal y estaban semiexcavadas en la tierra. Las delimitaba un zócalo de piedra, y sus paredes y techo estaban construidos con palos o «vigas» de madera cubiertas por ramaje y pieles. Los suelos estaban preparados con tierra apelmazada y a veces cubiertos de ocre, y tenían un hogar rectangular, delimitado por piedras. Todas las cabañas, muy similares, repiten un mismo modelo, lo que sugiere una planificación y –por qué no– la actividad de personas con conocimientos especializados.
En la zona central de algunas de ellas se han recuperado pequeñas esculturas humanas con rasgos que recuerdan a peces. Se trata de una simbología vinculada a una de las fuentes principales de la subsistencia de aquella comunidad: la pesca y el valor del río. Las casas no solo eran viviendas, sino que tenían un valor simbólico, ya que bajo ellas se solía enterrar a los difuntos, a veces desarticulados antes de su inhumación.
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Conciencia ante la muerte
4- El paso al más allá
Con el Mesolítico se extienden y consolidan las prácticas funerarias. Los enterramientos se multiplican, y, sobre todo, aparecen las necrópolis: los difuntos son inhumados en un espacio determinado. En yacimientos portugueses, como Cabeço de Amoreira, se han documentado cientos de tumbas en fosa en el mismo campamento, con cuerpos a veces depositados en posturas muy forzadas, y ajuares que incluyen ocre, huesos de animales, moluscos y adornos personales de conchas. En este sector atlántico, las sepulturas no proporcionan pruebas de diferencias sociales, pero en el área bretona y nórdica estas son frecuentes. En Téviec y Höedic, dos islas bretonas, los adornos corporales permiten constatar la diferenciación social por sexo y edad.
Los ajuares de los jóvenes son menos abundantes que los de los adultos, y las conchas de hombres y mujeres son diferentes. Incluso a algunos difuntos los rodearon con notables collares, cornamentas y conchas, hecho que los arqueólogos identifican como propio de una sociedad segmentada, en la que ciertos personajes o algunas familias gozaban de relevancia y privilegios. Del mismo modo, en Dinamarca y Suecia se han documentado una incineración (algo muy infrecuente), restos de la vestimenta con la que fueron sepultados los difuntos y numerosos ajuares, e incluso la sepultura de una persona acompañada de un perro. Destaca una mujer con más de 200 dientes en torno a la cabeza y un recién nacido en sus brazos; posiblemente se trate de una madre y su hijo, que fallecieron durante el parto. Las primeras necrópolis no solo hablan de la vinculación de los muertos con los vivos, sino de la aparición de la territorialidad, es decir, de la imbricación de los difuntos y su grupo con el territorio en el que habitaban.
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Chamanes de la prehistoria
5- entre dos mundos
Aunque las creencias de los grupos mesolíticos son un mundo difícil de comprender, se ha documentado en ellos la práctica del chamanismo. La persona chamana actúa como intermediaria entre el mundo natural o material y el de los espíritus. Es capaz de fluir entre ambas dimensiones mediante el trance, para modificar el mundo real con profecías y proyecciones de lo que va a ocurrir o lo que hay que hacer para que algo suceda.
A veces también se le atribuye capacidad sanadora. Es un personaje relevante con cualidades especiales reconocidas por el grupo, y media entre este, los espíritus y la naturaleza. La práctica chamánica consiste en conectar con el mundo de los espíritus -buenos o malos- para, como mediador, encontrar respuestas y orientar a las personas y al grupo en sus acciones. El viaje entre ambos mundos -el trance o ensoñación- se consigue mediante sustancias psicotrópicas, ayuno, bailes y músicas intensas.
Algunos antropólogos piensan que es una práctica con origen en el Paleolítico Superior, hace al menos 15.000 años; así lo indicarían grabados y pinturas rupestres con imágenes de seres en parte animales y en parte humanos, que servirían para que estos últimos se apropiaran de las cualidades de los primeros. En tal sentido, el chamanismo tiene estrechos vínculos con el totemismo, en el que un animal (u otro elemento de la naturaleza) se toma como emblema protector del grupo, y a veces como su ascendiente. El hallazgo de Bad Dürrenberg (Alemania) confirma la práctica chamánica en grupos mesolíticos de hace 9.000 años. Se trata de una mujer adulta enterrada en posición sedente, acompañada de un amplio ajuar y con el esqueleto de un niño que, según los análisis genéticos, era su tataranieto.
Este artículo pertenece al número 241 de la revista Historia National Geographic.